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Cicatrices de la vida

Nací viejo.

Mi vida ha sido un tránsito brusco de la niñez a la vejez, sin términos medios. No tuve tiempo de ser niño. Hay una pelota nuevita, guardada en algún rincón de mis recuerdos. Lo más lógico ha de ser que yo sea un verdadero niño cuando me llegue la vejez. Para ella, es cierto, uno tiene tiempo de sobra. Presumo que ha de ser a los cuarenta y nueve años, pues si llego a los cincuenta me suicido. Nacionalizo una pistola y me pegó un tiro. Hablar de mi niñez, si vamos a llamarla así, es muy fregado. Quisiera olvidar ese periodo, pero es imposible. No tengo nada grato que recordar y los nombres que recuerdan con tristeza su infancia---- no porque se les haya ido sino por que han sufrido mucho en ella---- nunca más podrán ser felices ¿Dónde andará porque caminos se extravió el niño que fui ? Si es cierto eso de que en cada hombre hay un niño, el que habita en mi debe ser muy triste. Vivíamos en un departamento de la calle constitución mi madre atendía una pensión, famosa por sus caldos de cabeza de cordero. Como no había empleada que la aguantara, mi hermana y yo la ayudábamos. Dormíamos en una sola cama: las dos mujeres en la cabecera y yo a los pies. Apenas empezaba a clarear y el caserío de Challapampa emergía de entre las brumas, mi madre estiraba un pie con violencia y yo abría los ojos en el suelo, mi hermana era la más perjudicada por ese sentimiento maternal, pues como estaba a mano despertaba de un pellizco. La pobre también a de esconder la niña triste que tiene en el fondo. Si como dice el refrán, “quien bien te quiere te hará llorar “, mi madre exageraba en sus demostraciones de cariño.

Me levantaba frotándome los ojos para quitarme los restos del sueño e iba a la cocina a llenar de kerosén los anafes y encenderlos para que hiervan las ollas del caldo de cabezas. Después de tomar el desayuno, barría la pensión y alistaba las bolsas y los canastos para ir al mercado. A mi madre le hacía algunas matufiaditas que me servían para comprar cualquier cachivache y distraer mis horas muertas. Esto lo hacía agregando uno o dos pesos al precio de lo que compraba. Ella se encargaba de las cabezas, papas y condimentos; yo las tripas, las cebollas y la canalera. Los caldos que preparaba mi vieja eran muy recomendados, como si el olor que despedían las ollas se paseara por la ciudad. Hasta los viejitos desahuciados venían con la esperanza de prolongar su vida con un buen caldo de cabezas. Venia buena y mala gente. Por entonces mi madre ya estaba divorciada; A mi padrastro lo conquisto por el estómago. Aunque yo nunca disfrute con la comida, comprendo que para un hombre es importante que sepan acariciarle el estómago. No me hago cortar el cabello al ras, muruk´ullu como se dice, porque tengo la cabeza llena de recuerdos de mi madre; Guardo varias cicatrices gracias a sus palizas. Ella era muy nerviosa padecía una especie de mal de rabia, cualquier cosa la ponía furiosa, la sangre se le subía a la cabeza y ya no veía nada. Todo se le nublaba y empezaba el huracán.

Acostumbraba pegarnos con palo de escoba. Rompió varias escobas en mis espaldas y en las de mi hermana; Y si no quedamos inválidos, fue porque, dicen, los niños son muy resistentes a los golpes. Al mismo tiempo era muy católica; asistía cumplidamente a misas, confesaba y comulgaba, pasaba prestes y fiestas, mientras que a mí me mandaba los fines de semana al culto de los Testigos de Jehová, agarrando mi Biblia, mis revistas Atalaya y Despertad. Todo eso fue decisivo para mi destino; por eso digo que no tengo nada grato que recordar de mi infancia. De lo único que puedo agradecer a mi madre, si es que algo debo agradecerle, además de haberme dado la vida, son sus caldos suculentos, que sirvieron para resistir mejor sus palizas, al frio Paceño y a los demás golpes que me dio la vida.

Una vez que me puse bravo y le contesté, se puso tan furiosa que me agarro como una cachascanista y me clavo las uñas en la boca; de eso me queda una cicatriz, otro día que rompí un cuaderno a mi hermana, todo porque no querían comprarme útiles igual que a ella (aunque todavía no iba a la escuela), me hizo un tajo con un cuchillo en la muñeca: aquí pueden ver la cicatriz. Tantas cicatrices tengo, que prefiero ignorarlas para no amargarme. Quiero borrarlas con la indiferencia. Pero eso no es posible. Una tarde saque veinte pesos de la caja del mostrador (con ese dinero se compraba cuatro botellas de cerveza), y me fui a pasear. Cuando volví a la casa, a eso de las siete de la noche, mi vieja me llevo al dormitorio y allí me dio una paliza que no olvidare por el resto de mi vida. Pienso que hice mal al haber levantado ese dinero, pero también creo que el castigo fue exagerado. Luego de amarrarme las manos a la espalda y tumbarme en el piso, me echo alcohol de quemar y me prendió fuego. De no haber sido por uno de los caseros que entro en el dormitorio y la contuvo, me hubiera quemado los pies y quién sabe si hasta la conciencia. Una vez nos regalaron una cachorrita pastor alemán que se ganó el cariño de todos. Donde hay perros al menos hay sonrisa de niños. La bautizamos Gitana y cuando creció se convirtió en nuestra defensora. Cuando mi madre se enojaba y quería pegarnos Gitana intervenía mostrándole los dientes. Siempre que nos sentíamos amenazados mi hermana y yo, la llamábamos y la perra acudía inmediatamente. Gitana nos acompañó por más de medio año hasta que se enfermó grave. Tuvimos que hacerla matar para que no sufriera.

También teníamos una lorita llamada Pastora, era parlanchina y el único nombre que repetía era el de Don Arturo, un cliente que venía con sus hijos a la pensión a tomar caldos de cabeza de cordero, no se cansaba de repetir “Arturo trae la patita”, y solo se calmaba cuando Don Arturo se la acercaba para rascarle la cabeza.

Por ese entonces 1964, cono era muy niño, no entendía lo que pasaba en política. Pero se me quedaron grabadas las imágenes que vimos el 4 de noviembre. De la fábrica Soligno bajaban camiones y camionetas llenas de trabajadores fabriles armados de fusiles y ametralladoras. Desde mi casa escuchábamos el tiroteo y el rugido de los aviones, después vimos como los mismos vehículos retornaban cargando muertos y heridos dejando huellas de sangre en las calles. En el corredor del segundo piso el dueño de casa y sus amigos festejaban el triunfo del golpe de Estado bebiendo cerveza y tocando música.

Mi primera escuela fue la “Ismael Montes”, a pocos pasos de la plaza Churubamba. Era tan pobre, como casi todas las escuelas fiscales. Los alumnos no tenían donde sentarse, para no sentarme en el suelo yo me lleve un banquito y una silla pequeña que nunca recogí, de la Ismael Montes pase al colegio “Kennedy”. Una o dos veces a la semana venia mi padre a recogerme para llevarme a casa, en el camino me compraba llauchas, al tiempo que me preguntaba acerca de la vida que llevábamos yo y mi hermana. Era militar y muy buena gente, aun así se refrenaba para no plantarle dos tiros a mi madre por el trato que nos daba.



Autor: Víctor Hugo Viscarra

Libro: Borracho estaba, pero me acuerdo. Memorias de Víctor Hugo. Ed Correveidile, Bolivia.

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