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Rosa, alma, cuerpo tan joven al borde de la muerte, al borde de la cama, la sonrisa húmeda, febril, la maraña de cabellos, hogar de pétalos, hojas, ramas, piedrecitas. Tu cuerpo apretado, demasiado joven, envuelto en una sábana apestosa, apenas cubierto por el camisón que el sudor te pega a los muslos, al vientre, a los pechos. La paz sea en esta casa y con todos los que habitan en ella. Tu abuela lanza sus ojos negros hacia mí y se persigna con una lentitud descarada. Ella lo pidió, padre, el último sacramento. Cuando se acerca el final todos se arrepienten. Incluso esta chiquilla. La silla es para usted. El alzacuello se convierte en una tenaza odiosa. Siento el calor irradiar desde tu piel, el aroma de tu cuerpo empapado. Tu abuela permanece inmóvil como un cuervo junto a la cabecera, esa vieja terrible que siempre te despreció, esas manos como sombras que te golpeaban en la oscuridad cuando volvías a casa después de haber estado quién sabe dónde, quién sabe con quién. Haciendo qué. Algo malo, Rosa, algo pecaminoso. No me lo contabas todo en las confesiones, solo lo que querías. Lo que sabías que me encendía. Lo que me molestaba. Algunos ya imaginamos que ibas a ser así, sobre todo después de tu primera sangre. Se te notaba en la forma de llevarte la comida a la boca, siempre introduciendo los dedos más de lo necesario, rozándote las yemas con la punta de la lengua. Se te notaba en cómo te removías en el asiento, de un lado a otro, incluso durante la misa, en cómo te frotabas con las esquinas del banco de madera, en cómo buscabas otras pieles entre la multitud. Solo tenías catorce años la primera vez que me susurraste a través de la rejilla del confesionario que acababas de desnudarte. Estoy desnuda, padre. Me he quitado el vestido, y las medias, me he quitado el sujetador y las braguitas, padre. Tenía las braguitas mojadas. Me puede oler si se acerca un poco. Aquí da un pizquito de frío y se me eriza la piel, pero me gusta. Los pezones me crecen y se endurecen, y cuando me acerco a usted, padrecito, mis pezones rozan la madera y siento un calor grande, un calor húmedo aquí abajo, padrecito. Me gusta estar aquí desnuda, al otro lado, y hablarle y saber que usted no puede tocarme. ¿Le gustaría tocarme? Y aplicabas tu aliento cálido y dulce de caramelos, y tu lengua se deshacía con un chasquido suave y pegajoso de tu paladar, se estiraba y lamía, demorada, la rejilla que nos separaba.

Tu abuela me observa sacar el óleo sagrado de la bolsa. Siento su mirada como una enorme losa sobre mis hombros. El sol arranca brillos al aceite, sobre la mesa. Busco el agua bendita. Esparzo el agua sobre las paredes, sobre tu abuela, sobre ti. Las mancho, las purifico. Solo cuando me siento junto a ti me atrevo a mirarte directamente. Se te ahogan las pupilas en el iris moreno, y no sé si puedes verme. Ya no habla, padre. Expresó su deseo antes de quedarse así. Quería que viniera usted. Acerco el crucifijo que guardo en el pecho a tu boca gruesa, entreabierta, aún inexplicablemente rojiza. Un beso. Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante vosotros, hermanos, que he pecado mucho. He pecado de pensamiento, palabra, obra y omisión: por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Por eso ruego a Santa María, siempre Virgen, a los ángeles, a los santos y a vosotros, hermanos, que intercedáis por mí ante Dios nuestro Señor. El aceite está caliente, denso, pringoso. Mi pulgar dibuja la cruz sobre tus párpados tersos. Por esta santa unción te perdone Dios cuanto has faltado por la vista. Porque te gustaba mirar, Rosa, mirar y ser mirada. Te subías la falda en los días de calor y te mojabas la camisa en la fuente para marcar la redondez de las pequeñas tetas y alzarte los pezones tiernos.

Mi dedo sobre los lóbulos aterciopelados de tus orejas. Te remita Dios cuanto has faltado por el oído. Porque te gustaba oírme jadear al otro lado del confesionario, cuando ya no pude más y sucumbí a tus palabras licenciosas, a tus cuentos de lujuria, a tus confesiones blandas, llenas de azúcar y sudor y descubrimientos en la oscuridad de tu cuarto, en la ducha de los chicos mayores. Te regodeabas escuchando mis masturbaciones furiosas, desesperadas, incandescentes. Te reías cuando te rogaba que parases, que no vinieras más, que Dios te perdonaba sin necesidad de confesión. Te reías y lamías el semen de mis dedos a través de la reja, como una gata cariñosa.

El aceite pringoso sobre tu nariz chica, puntiaguda. Por esta santa unción te perdone cuanto has faltado por el olfato. Por andar olisqueando el sexo de los hombres como un animal inocente. Por dejar que tus compañeros del colegio te olieran el cuello y las bragas.

Mi pulgar grasiento se detiene más de lo necesario sobre tu boca y sus jugos. Te separa los labios y se introduce apenas. Tu lengua sigue caliente y dócil. Sobre todo, Rosa, que Dios te absuelva por cuanto has faltado por la boca. Porque casi nada te causaba más placer. Andabas siempre chupeteándote los dedos y mirando a los hombres a los ojos junto al bazar, cuando te detenías con las piernas abiertas sobre el escalón y lamías interminablemente aquella piruleta, y succionabas el hielo y jugueteabas con la punta de la lengua en el fondo del vaso. Recuerdo el día que me confesaste tu primera felación. Por un momento pareciste arrepentida. Lo habías hecho en el baño de la escuela, a un chico de tu clase. Y el líquido estaba amargo y él me pidió que me lo tragara, y yo lo hice, y me dijo que no se lo contara a nadie. Pero a ti te lo tengo que contar, padre, papito, a ti te lo cuento porque quiero que sepas que estaba pensando en ti. Siempre decías lo mismo. Eran otros los que penetraban tu sexo agrio y aromático, los que chupaban la rigidez de tu clítoris y hundían los dedos en tu ano. Y tú siempre venías, y gemías, y te masturbabas al otro lado del confesionario y decías que habías pensado en mí. No te creía, Rosa, pero quería creerte. El día de los enamorados encontré la flor en mi puerta, y sé que un feligrés la dejó allí, o quizá uno de los hijos del carpintero, para burlarse, pero yo siempre quise pensar que aquella rosa adolescente era tuya. Un mensaje. Una rosa, rosa igual que tú, una rosa de Rosa, la que guardé y que está ya marchita, como tú, que dentro de poco tendrás la carne seca. La rosa que adornará tu tumba. Nunca me dijiste que me amabas, y no lo dijiste porque no era verdad, porque al menos eras honesta. No me amabas, Rosa, nunca me amaste.

Trazo una cruz con el óleo sobre tus manos, antes tostadas y rápidas. Por esta santa unción te perdone Dios cuanto has faltado por el tacto. ¿Qué otra cosa te iba a perdonar, si era éste el más esencial de tus pecados? Dios debía perdonar estas manos, estas manos masturbadoras, curiosas, ágiles. Las mismas manos que me desabrocharon el pantalón, que condujeron mi pene erecto hacia tu interior suave, cálido, derretido. Las manos que me perdieron. Por qué, Rosa, por qué si no me amabas, si no querías venirte conmigo, por qué. Por un capricho, el capricho de una niña. Me levanto y te unjo los pies, que Dios te perdone cuanto has faltado por los pasos, por los pasos erróneos que te condujeron hasta mí. Admítelo, Rosa. Querías que viniera porque esta era tu última tentación. Antes de morir querías que yo te untara el aceite, que te manchara una vez más las carnes, que te viera semidesnuda, que subiera, como estoy subiendo, mis manos hacia tus muslos, porque habría que ungirte todo el cuerpo pues con todo él pecabas. Siento que te estremeces cuando extiendo el aceite sobre tu pubis, sobre los labios de tu sexo, cuando alcanzo el interior de tu vagina. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Mis manos siguen tu vientre y me arrepiento, Santa María, siempre Virgen, santa madre de la Iglesia católica, en el fondo yo no quería que tomaras aquel brebaje, aquel veneno que te matara al niño que llevabas dentro, y por eso odio a tu abuela, y por eso me odio a mí y si te salvas, si mi óleo te salvara también el cuerpo, o sobre todo el cuerpo, Rosa, yo te perdonaría, yo te perdono, nos perdono a los dos, tú solo querías amar con el cuerpo. Perdónala señor porque no sabe lo que hace, perdónala, perdóname, Rosa. Tu abuela tiene el rostro desencajado y me sorprende encontrar dos lágrimas gordas, fulgurantes, prendidas del extremo de sus ojos.

Márchese, padre. ¿No ve que ya está muerta?

 

Autora: Desirée Jiménez Nacida en Las Palmas de G.C. (España), reside en el Reino Unido desde 2013. Licenciada en Filología Hispánica, trabajado para empresas de videojuegos como SEGA y Rockstar Games. Ha sido publicada en España, México, Colombia, República Dominicana, los Estados Unidos y el Reino Unido. Ha recibido varios premios y sus poemas, relatos y microcuentos aparecen en diversas revistas y antologías. Es autora de la novela El país evanescente y del libro de poemas Memoria que arde.

Instagram: desireejim Obras (en papel): http://www.lulu.com/spotlight/desireejim

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